El miércoles 25 de noviembre del 2020 comenzó como cualquier otro día pandémico. Pero todo cambió, hubo algo distinto. De repente el celular ardía y también ardían los rumores, ¿Qué había pasado con el Diego?
13.04 el Diario Clarín publicó en sus plataformas digitales la muerte de Diego Armando Maradona, desde ese momento todo se redujo a rogar la desmentida, a esperar el tuit borrado, a cambiar desesperadamente de canal y de dial.
Pero no, esta vez no hubo marcha atrás, solo confirmaciones cayendo como fichas de dominó.
La noticia marcaba que el Pibe de Oro había sufrido una insuficiencia cardíaca que lo llevó a la defunción. Su última aparición pública había sido el 30 de octubre, 27 días antes, cuando en el marco de su cumpleaños número 60 la Liga Profesional programó el duelo entre Gimnasia de La Plata y Patronato para levantar el telón de la reanudación del fútbol local.
Aquella imagen fue difícil de procesar, lejos de su mejor forma pero lejos también de sus apariciones durante los partidos en los que estuvo al frente del Lobo. Era Diego pero no era Diego, estaba su presencia hipnótica pero no su sonrisa hipnótica. Había auspicios, por su puesto, en su ropa y también en sus redes sociales, que publicaban productos casi en simultáneo.
Estaban también los dirigentes más importantes en la estructura del fútbol nacional, los que tomaron la difícil decisión de mantener parada la actividad por los riegos de contagio de coronavirus. Esos mismos dirigentes lo abrazaron, le tocaron el rostro, le movieron el barbijo, sin distancia, con alguien tirando alcohol desde lejos, todo raro.
Diego no se quedó, por primera vez desde que llegó al Lobo no estuvo en el banco.Lo que siguió fue vertiginoso, una internación, una operación en la cabeza, un alta domiciliaria curiosa y el desenlace fatal.
Fui a Paternal la tarde del 25 de noviembre y lo que encontré allí me tiene todavía paralizado, gente y más gente con tristeza impregnada en el rostro. Había color, había canciones, había clima futbolero, pero la sensación era que todos los allí presentes habíamos perdido a alguien muy querido, muy cercano y muy especial.
Ese clima acompañó las inmediaciones del estadio de Argentinos Juniors durante toda la noche, lo mismo ocurrió en las afueras del velatorio privado, pero también en el obelisco, en la Boca, en puntos de todo el planeta y fundamentalmente en la Plaza de Mayo, que improvisadamente se preparaba para recibir multitudes en búsqueda del último adiós.
Ir a Plaza de Mayo fue natural, lo extraño fue verme de repente en una fila repleta de personas, en un microcentro que recuperó por un momento su tradicional movimiento prepandémico.
Maradona había matado al covid, al menos por un ratito. Esa sensación de estar rodeado por gente que había perdido a un ser muy cercano y querido se mantuvo potenciada por miles, no nos conocíamos pero teníamos algo en común, el dolor.
Entrar a la Casa de Gobierno fue impactante, pocos segundos de distinguir funcionaron públicos, familiares del 10 y, finalmente, un féretro flotando sobre la marea de ofrendas.
Dicen que ahí estaban los restos del más grande, pero me costó creerlo. Si Maradona estaba en algún lado, era en el corazón de todos los allí presentes, en los que no pudieron ir y en los que lo lloraron en cada rincón del mundo.
La violencia ocurrida más tarde fue consecuencia de una serie de factores cuyo análisis excede el espíritu de estas líneas. Seré muy irrespetuoso al escribir que ese último adiós mereció más tiempo, pero no justifica lo injustificable.
Lo innegable es que muchos perdimos algo ese día, algo irrecuperable aun en su inmortalidad.
Foto: Fernando Gens / DPA