Nunca fui bueno jugando al básquet pero, para peor, he sido más malo aún argumentando frente a mi hermano quién era el mejor deportista de la pelota anaranjada. Posiblemente esto me siga sucediendo aunque los dos supimos tener una comunión que reinó durante más de quince años bajo el alma del indiscutido número 20.
Corrían los jóvenes noventa y él me hablaba de un tal Michael Jordan, se apoyaba en un tipo llamado Scottie Pippen y hasta hablaba de un un «Gusano». El show de la NBA mostraba jugadas difíciles de replicar por estos lares pero me costaba creer en esos extraterrestres porque, hasta ese entonces, no hubo vida de industria nacional en la máxima liga por excelencia.
Mientras él seguía babeándose con los norteamericanos, yo me aferraba aún más a Marcelo Milanesio. Discutía. Sostenía que el «Cabezón» merecía un lugar entre tantos flashes. Eran épocas doradas para Atenas de Córdoba que incluso, más tarde, conseguían un tercer puesto en el Mc Donald´s Championship en París ante rivales de la talla del Benetton de Italia, Olympiacos de Grecia, el Barcelona, el propio PSG y unos fuera de serie llamados Chicago Bulls.
Sin embargo, el nuevo milenio, puso al enorme pequeño de Juan Ignacio Sánchez en la NBA y así empezaba a abrirse un camino que hasta ese entonces estaba cerrado. Otro que llegó en esa misma temporada fue Rubén Wolkowyski. El primero en Philadelphia, el otro en los ya extintos Seattle Supersonics. Y ahí ya empezaban a disiparse algunas dudas sobre la elección del mejor con la anaranjada.
Llegó la eterna Generación Dorada. Argentina en fútbol venía del fracaso de Corea-Japón 2002 pero en Estados Unidos, un grupo de jóvenes, transpiraba la celeste y blanca con el corazón. A diferencia de los que pateaban la número cinco, los muchachos del básquet llegaron a la final y la perdieron injustamente ante Yugoslavia.
Emanuel David Ginóbili la rompió en aquél Mundial de Indianápolis. El elenco nacional le cortó un invicto infernal al Dream Team en su propia casa. Y el bahiense quedó dentro del quintento ideal más allá de la bronca que le generó ese segundo puesto bajo un arbitraje nefasto.
«Manu» se convirtió en abanderado y en estrella. Empezó a jugar en los San Antonio Spurs. Ensayo y error. Prueba y acierto. El primer anillo de la NBA llegó en 2003. Al año siguiente se colgó la dorada en los Juegos Olímpicos de Atenas con Argentina. En 2005 volvió a celebrar en la liga más importante del mundo.
Un festejo con la NBA en 2007, una presea bronceada en Pekín 2008 con la Albiceleste, y su último gran logro en Estados Unidos con el título del 2014. Se retiró en 2018. Se dio el justo de anotarle una noche 48 puntos a los Phoenix Suns. También jugó All Stars Game. Trascendió todo tipo de fronteras.
Este 28 de marzo, en el AT&T Center, los San Antonio Spurs retirarán eternamente la camiseta número 20 para homenajear al argentino capaz de demostrar que los de acá abajo, con esfuerzo, entrega y pasión, pueden triunfar allá arriba. Él llorará. Nosotros también. Porque en cada partido de Ginóbili hubo un abrazo con mi hermano y, desde ese entonces, no hubo más discusiones sobre quién fue el mejor basquetbolista de la historia. Gracias por tanto, Manu, el ídolo indiscutido.